21 diciembre 2014

Mr. Robot, profesor de electrónica a tiempo completo

El estudio-laboratorio-negocio de Mario Limachi recuerda las faenas del profesor Locovich, aquel genio científico de la serie de dibujos animados Los autos locos de fines de los 60, en la que se lo veía arriba del auto número 3, un súper convertible con forma de barco con ruedas que se transformaba en cualquier cosa capaz de moverse.

Pero Mario, ingeniero electrónico de profesión, nada tiene que ver con aquellos personajes de ficción creados por la productora estadounidense Hanna-Barbera. Es más bien un personaje real de carne, hueso y pelos, con una historia del común de aquellos que construyen su propio destino con huellas de haberlo pasado todo en el camino. ¿Dónde empieza el relato del niño que sueña, en este caso, con construir sus propios juguetes hasta imaginar la llegada a la luna? En un humilde hogar de Sorata, capital de la provincia Larecaja a 150 km de la ciudad de La Paz. Hace casi 50 años. En medio de un paisaje de clima templado a los pies del Illampu, donde el pequeño “Marito” empezaba a fantasear.

Waskiri (o estudioso en aimara)

“Siempre fui aplicado, sabía contar antes de ingresar a la escuela, contaba con maíces”. Sus jornadas eran las típicas de un niño que se cría en el campo. Amaneceres floridos, escasez por un lado y bendiciones por todos los poros. Hasta que la migración de sus padres lo obligó a cambiar de hábitos y también de estatus. La carencia de sus años impíos no se comparaban a los retratos de la pérfida ciudad.

“Me acuerdo que llegamos a vivir a la calle Saravia (zona Norte de La Paz), muy cerca del cine Ebro. Me anotaron en la Escuela República del Japón, me gustaba mucho las matemáticas”, cuenta Mario. La gran metrópoli también le revelaría un mundo que de ahí en más sería su motivo de vida: la electrónica lo envolvió con sus cables y lo introdujo en un universo que abrazó con todas las luces.

Empezó desarmando radios pensando que en su interior se encontraba un pequeño hombrecito leyendo las noticias y poniendo música. Le llegó el castigo pero nunca se coartó ése su olfato por aprender “arruinando”, que suena casi a una filosofía de vida. Y luego siguió destacando en su Colegio Nacional Germán Busch, donde fue abanderado por sus instructores y señalado por sus compañeros de existencia corriente y normal.

Mario admite que fue introvertido: “Sí pues, era muy tímido, prefería el estudio”, dice. Y ríe.

El afanoso jovenzuelo eligió la carrera de ingeniería electrónica en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) y no desaprovechó el sacrificado esfuerzo de sus padres. “No podía defraudarlos”, recuerda. Y aprobó las materias en tiempo récord.

Casi como una secuencia de un guión inesperado, Mario encontró el amor que hoy por hoy lo sigue acompañando. Es María, su esposa, mujer no vidente que empezó a alumbrar sus días de vida. “Tenemos dos hijos”, dice orgulloso, arreglándose el cabello hacia un lado.

Pero muy al contrario de la bendición que supuso la formación de un hogar, a nuestro ingeniero no le iba bien en el ámbito laboral. Pese a su gran currículo, no podía encontrar trabajo. Siempre fue, lo confiesa, una persona muy humilde y ello, quizá, no era una carta de presentación contundente. “Nunca me gustó la mala competencia, yo prefiero encerrarme con mis experimentos y mis estudios, para qué ensañarse con los otros”, es la frase “rematada” de quien parece imitar el perfil bajo de Nicola Tesla, aquel científico serboestadounidense al que poco le importó ganar fama y verse postergado por las ambiciones de inmortalidad de quienes finalmente se apoderaron de algunas de sus invenciones: Thomas Edison y Guillermo Marconi. “Conozco la historia, porque fabriqué la típica bobina (Tesla) que lleva su nombre, y me enteré de su vida leyendo algunos libros. Él ya había imaginado un mundo conectado como sucede con el wifi”, explica al tiempo de preparar la minibobina de cuatro centímetros que tiene como muestra en su negocio, para hacer una demostración de descarga eléctrica de un punto a otro. “Es uno de los primeros trabajos que hice en mi carrera universitaria, hace ya mucho”, explica.

Robots, rockolas y ‘tilines’

Contrariamente a la idea que se tiene sobre los “cerebros” dedicados a la tecnología, Mario es un tipo bonachón amante del entretenimiento al que dedica horas de su tiempo. Es como un niño inquieto que no deja de armar y desarmar. Como una muestra, en su negocio se encuentran piezas robóticas, rockolas y videojuegos conocidos popularmente como “tilines”.

Se los encuentra allí, en su local de la calle L. de la Vega Nº 2919, en medio de esa gran maraña de comerciantes que es la feria 16 de Julio en El Alto. “Además del servicio que brindó referente a todo lo que es electrónica, asesora en un rubro que está muy de moda entre los jóvenes, por lo menos aquí en El Alto: la robótica”.

Nuestro ingeniero es un geniecillo sin descanso. Pero además es un filántropo que desborda conocimiento. Hasta su estudio-laboratorio-negocio llegan niños y muchachos para aprender algo de lo mucho que sabe el humilde de Mario. “Vienen chicos y jóvenes a hacerse asesorar para la fabricación de algunos aparatos. Pero también vienen estudiantes de ingeniería de la UPEA (Universidad Pública de El Alto) y de la EMI (Escuela Militar de Ingeniería), aquí les dotamos de todos los materiales y repuestos para sus experimentos”, señala el “inge” Mario.

Lo llamativo de estas “clases de apoyo” es que son totalmente gratuitas. “Yo soy feliz enseñando, cómo les voy a cobrar, muchos de los niños que vienen son pobres como lo era yo, y la verdad que me distraigo enseñando. Como nunca pude ejercer de catedrático aquí me tomo la revancha”, explica nuestro “Tesla” alteño.

Mario recuerda que cuando él desarmaba los coches a pilas de sus amigos, repararlos era algo más que complicado pues debía recurrir a piezas de metal. “Un niño difícilmente puede trabajar con este material”. Ahora en cambio, explica, los materiales son más dóciles y ello facilita el trabajo. “Hacer un engranaje de metal era hasta peligroso, hoy tenemos el plástico que obviamente es más maleable y también más económico”.

Este ingeniero también brinda clases de física, química, matemáticas, audio, televisión. Estas instrucciones son brindadas, además del español, en idioma aymara “y también en inglés”, aclara Mario.

Entre sus creaciones figuran un robot araña y brazos mecánicos construidos con alambre, motores muy pequeños que funcionan con batería de celular y acrílico para darles forma, “son materiales caseros a los que puede acceder cualquier estudiante o interesado en la robótica”.

“El resto de las piezas para armar un robot las encuentran aquí. Sacar el primero es lo que cuesta, armar un robot araña me ha tomado un fin de semana y me ha costado alrededor de 100 bolivianos”, explica el inventor.

Para los melómanos, en la tienda se ofrece la construcción de las denominadas rockolas a pedido, “esto tiene que ver con los colores del mueble y la música que quiere el interesado, el mismo vale alrededor de los 1.400 de acuerdo al gusto”. Mario también ofrece “tilines” para aquellos que como él, no olvidan esos lindos años de la dulce niñez.


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