Un nuevo orden económico con serias consecuencias para el empleo se ha instalado entre nosotros, sin que las autoridades ni las patronales ni los sindicatos parezcan haberlo comprendido. Incluso en Estados Unidos, cuna y eje del desarrollo digital, están disparadas las alarmas. Las sinergias que se derivan del desarrollo de las ingenierías del software, robótica, telecomunicaciones y microelectrónica, han creado memorias más rápidas y baratas, mayor movilidad y ubicuidad de la información, máquinas inteligentes que combinadas con otras ramas del conocimiento como la medicina o la climatología, por ejemplo, han generado todo un universo nuevo: el de la digitalización. Un universo que, como ocurriera en su día con la electricidad, embebe los hábitos humanos y condiciona la cantidad y la calidad del empleo. Más que la sustitución del hombre por la máquina, es la aparición de nuevos productos y costumbres los que asolan muchos empleos.
Las implicaciones y preocupaciones de este nuevo orden han dejado de ser preocupaciones exclusivas de los tecnólogos. Los economistas finalmente les prestan atención (Foreing Affairs, julio-agosto; The Economist, 4 de octubre) y ya aceptan que el optimista principio de la “destrucción creativa de empleos” no se cumple esta vez. La pérdida de empleos provocada por la digitalización no encuentra contrapartida con la creación de otros que equilibrarían la balanza. Ni siquiera las start up, tan pregonadas como fuentes de empleo, funcionan. En septiembre de 2014, en Boston, la comunidad científica reconoció, a partir del censo americano de empresas, que aquellas llevan años reduciendo su capacidad para generar empleo. Las que sobreviven son autoempleo o tienen menos de cinco trabajadores. Instagram o WhatsApp no superan los 100 empleados a pesar de haber alumbrado productos rompedores que fueron adquiridas por las “grandes ganadoras”, que pagaron cantidades fastuosas por ella. Pero esos ingentes desembolsos de capital no tienen traducción positiva en el mercado laboral. Unas inversiones similares durante la era industrial hubieran supuesto la creación de miles de puestos de trabajo. Cuando Eric Schmidt, presidente ejecutivo de Google, ante miles de emprendedores afirmaba hace unas semanas en la plaza de Las Ventas en Madrid que las start up generaban empleo, no decía la verdad.
Mientras Schmidt, cuya empresa, con sus portentosos desarrollos tiene un modelo de negocio con preocupantes variedades de monopolio, niega la realidad, en Europa se la ignora directamente. Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, en su conferencia en Jackson Hole de agosto, sobre Desempleo en la zona euro, no dedicó ni un minuto de la hora larga en la que intervino a analizar los efectos sobre el mercado laboral de la tecnología. Draghi se limitó a la tradicional relación entre política monetaria y empleo, ignorando que la economía actual no puede explicarse solamente en términos propios de la era industrial. Esta carencia apareció de nuevo en la reunión de Milán de octubre del Consejo Europeo, incapaz de concretar presupuesto alguno para “medidas activas en favor del empleo”, una expresión acuñada en lo mediático, pero hoy vacía. Desgraciadamente, el empleo disponible, como la energía, es un recurso escaso que habrá que administrar racional y democráticamente. En la digitalización, la UE no sabe hacia dónde dirigir sus recursos.
De hecho, muchos se preguntan si las líneas de I+D que financia, acaban siendo más productivas para las monopolísticas multinacionales digitales que para el empleo europeo. Una desorientación que puede llevar a repetir episodios como los vividos en España, que ha dejado la discusión a empresarios y sindicatos con muy dudosos balances sobre su eficiencia.
Consolidación
La coincidencia temporal de la consolidación digital con la crisis económica complica el análisis cuantitativo de sus efectos en el mercado de trabajo; pero no parece temerario asegurar que la estructura laboral asociada a los extraordinarios desarrollos digitales implica que se destruyan más empleos de los que se alumbran. La digitalización no debe con- fundirse como una suerte de Tercera Revolución Industrial. Frente a los cambios que dieron resultados tangibles, el universo digital lleva a cabo también tareas cognitivas de resultado inmaterial. Robots, ordenadores y redes, conjunta o separadamente, han impregnado conductas haciendo desaparecer trabajos y modelos de negocio. El ritmo de cambio es impresionante: en la actualidad se hacen más fotografías en un minuto que en todo el siglo previo a la liquidación de Kodak en 2012, las relaciones interpersonales son radicalmente nuevas, existen robots que trabajan respetando la seguridad de la persona, cursos masivos abiertos y gratuitos que ponen en tela de juicio el formato de enseñanza universitaria, se atisba el fin de la Galaxia de Gutenberg después de cerca de seis siglos de existencia…
El producto digital, sorprendentemente, aúna valor creciente y coste decreciente. Es casi inagotable y está siempre disponible para personas y máquinas; tiene una enorme capacidad de acumulación y crecimiento por su uso (el trabajo del propio cliente lo expande, lo mejora y produce ganadores únicos en un mercado cuyos modelos de negocio solo pueden comprenderse por su universalidad y monopolio); y un coste marginal casi nulo de su reproducción.
La industria, además, ha cambiado su cadena de fabricación: diseña con programas escritos por otros, que trabajan lejos de quien fabrica; usa realidad virtual para hacer los costosos prototipos de antaño; la logística de proveedores y clientes se ejecuta telemáticamente; la vieja factoría reduce su superficie con la robotización avanzada… Lo digital hace que lo industrial se haga terciario.
En las relaciones cotidianas desaparece la intermediación, y con ella centenares de miles de puestos de trabajo. El autoservicio es una fuerza imparable que nació con el supermercado y la gasolinera, siguió con el comercio electrónico y ahora se sitúa directamente contra el empleo al difuminarse los papeles de productor y consumidor de la ingenuamente celebrada economía colaborativa. Los empleos se liman (el usuario releva a taxistas, hoteleros o agentes inmobiliarios y hasta quiere fabricar objetos en casa con impresoras 3D). Nada de todo esto ocurrió porque sí. Al preguntarse, ¿tendrán empleo quienes hagan Apps para Apple, conduzcan para Uber, sean hoteleros Airbnb, etcétera? Decidieron que sí. En España, esta desintermediación se practica a lomos de la economía sumergida, propia del desempleado desesperado, y de la autosatisfacción de un usuario, cada vez más ocupado y menos empleado.
Participar, sin más, en una carrera tecnológica con Estados Unidos no es lo más inteligente, entre otras razones porque las condiciones de partida de España son muy distintas. De entrada, los empleos en los que se ocupa la clase media española están muy afectados por la crisis económica. La única fortaleza reside en los servicios a la persona. La solución, se dice, está en la educación; pero a corto y medio plazo poco va a ayudar a los seis millones de parados. Si se elabora una relación de empleos que: a) existan o puedan existir en breve. No los que podrían darse si hubiéramos actuado de otra manera en el pasado; b) que se ofrezcan en suelo español. No en California ni en China ni siquiera en Alemania, y c) que estén sin ocupar a causa de la supuesta falta de formación de los millones de personas no empleadas o subempleadas que tenemos. La solución educativa ocupa al menos el tiempo de una generación para dar resultados y no resuelve el nuevo orden.
A lo lejos se vislumbra la alternativa siempre polémica de repartir el trabajo. Una posibilidad que supera a la tecnología y que abre un arduo debate político. Mientras tanto, las élites deben entender el nuevo orden que ya se ha instalado con lo digital.
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